"RAIMUNDO" Angeles F. Picas
de una idea de personaje de Marta Sanz.
Antes de dar el último trago a mi tercer Martini, saboreé la aceituna, mientras removía el líquido con el palillo. Levanté la vista una vez más al oír el tintineo de la puerta al abrirse, pero no era él. Mientras esperaba, venían a mi mente la imagen de sus manos, su rostro, las arrugas y manchas que delataban los 79 años vividos. Era el primer jueves en diez meses que Raimundo se retrasaba.
Nos conocimos en la inauguración de la exposición fotográfica de una amiga mía. Más tarde descubrimos que era común, y enseguida me fascinó su humilde sabiduría.
El relato de sus experiencias, la fuerza de sus vivencias, la confianza depositada en una casi desconocida como yo, sus palabras de apoyo y de aliento, semana tras semana, tajantes y duras en ocasiones, se habían convertido en una cita indispensable para mí.
Volvió a sonar la campanilla de la entrada pero esta vez tampoco era él. -Hoy parece que Raimundo nos ha abandonado ¿eh? –me dijo el camarero desde la barra-. –Si. Qué extraño ¿verdad? –le respondí desconcertada- como si esperara que él me diera una razón.
Antonio trabajaba allí desde hacía más de 30 años y conocía mucho a Raimundo. Había algo más que aprecio entre ellos, una complicidad que sólo dan los años y la buena sintonía.
-Esa maldita manía suya de no querer saber nada de los móviles. Con lo abierto que es para todo, pero con ese tema no ha habido manera. Es terco como una mula, ya lo conoces. –me dijo negando con la cabeza-. Si, lo sabía. Lo de terco y lo del móvil.
Raimundo decía que los móviles eran para papanatas y con esa idea nos metía a todos en el mismo saco. Quien quiera verme o hablar conmigo sobre mis miserias, que tomemos una copa o echemos unas risas, ya saben dónde encontrarme: En “El Candil”, hablando con Antonio o con quien se presente, leyendo o mirando la vida pasar, por esta ventana que lo domina todo y sentado en esta silla, más vieja que yo, pero de madera noble, junto a esta mesilla de mármol y hierro forjado, la mejor del local. Y que sepas que tiene dueño, es mía. Mi historia con ella viene de lejos. . . Siempre me repetía lo mismo, cuando yo intentaba convencerlo con el asunto del móvil, así que desistí.
Precisamente hoy, que le había traído una gran sorpresa, un secreto que me había costado mucho ocultarle, Raimundo no aparecía. Y lo peor era que no sabía dónde vivía, ni podía localizarlo en ningún lugar.
Estuvo en primera línea de fuego en muchas ocasiones, para contar a un mundo sordo todo lo que ocurría fuera de sus fronteras. Me habló de los lugares más inhóspitos y también de los más bellos.
De la velocidad con la que ocurren las cosas, pero también del instante, del que nos gustaría retener y se resiste, incluso del momento que un descuido, un mínimo despiste, podía traer consecuencias fatídicas.
Me hablaba acerca del amor y del horror, del hambre y la opulencia, de todo lo que había sido su alimento en los cincuenta años de profesión como reportero de guerra.
Me decía que al final todo se reducía a las buenas gentes, pero que también existía la maldad en todas sus formas, que nunca me engañara. Que las guerras lo arrasaban todo, pero que estuvo en lugares que resurgieron con fuerza.
Saqué el paquete que tenía para él y lo acaricié. Le había traído a Raimundo una primera parte del borrador de la novela que estaba escribiendo. Unas páginas que él me había ayudado a construir con sus revelaciones, sus testimonio únicos, con sus secretos más íntimos.
Quería ver su reacción, necesitaba ver alegría en esos ojos que prácticamente lo habían visto todo y que eran incapaces ahora, de asombrarse por nada.
Me di por vencida, algo mucho más importante le habría impedido venir a nuestra cita de todos los jueves a las seis de la tarde. Estaba segura que lo que fuera, era inaplazable. Al pensarlo se me clavó una punzada de tristeza.
-Antonio tengo que irme. Te dejo este paquete para Raimundo. Dáselo de mi parte, y dile que espero que le guste, que se cuide y que compre un móvil, para que pueda llamarlo –le dije abrumada-. –Mañana tengo que volver a casa de mi familia, por un tema urgente.
-Vete tranquila Blanca, le daré el encargo. Buen viaje y regresa pronto por aquí –me dijo con franqueza-.
Al día siguiente antes de coger mi tren, un impulso me llevó hasta “El Candil”. Pasé despacio, arrastrando mi maleta, cargada como siempre con la cámara y mi portátil, por delante de la ventana donde Raimundo tenía su rincón en “propiedad”. Sentí un vacio repentino, era como mirar una pintura conocida, donde faltara lo más importante.
Antonio me vio desde la barra y su mirada me dijo todo. Entré pausadamente, como si de repente un peso enorme me hubiera caído sobre mis espaldas.
-Hola Blanca. Ayer, el valiente y terco de Raimundo, nos dejó. Tuvo una cita inaplazable. –dijo evocándolo-.
Un tiempo atrás me dejó esto para ti. Me había confesado que estaba enfermo, que los médicos le habían dado unos meses de vida. Aunque él les tenía muy poca fe, por si esta vez acertaban, me obligó a darle mi palabra. Era su gran y único tesoro. Antonio al llegar aquí se quebró, y me entregó un paquete anudado con fuerza.
Lo fui abriendo, con la misma emoción que un niño ante su primer juguete. Varios cuadernos de tapas viejas y resistentes estaban en el interior de una caja de madera, llenos de hojas escritas, de anotaciones, de nombres y direcciones señaladas. Entre las páginas, fotografías, cartas, pequeñas pinturas, poemas.
Volví con delicadeza, como si de un rito se tratara, al primer cuaderno, al número uno, como indicaba en la cubierta. En su primera página leí: “Vietnam. Septiembre de 1965. Mi primer encargo como reportero de guerra. Tengo miedo, pero también mucha ilusión. . . “
Los recogí y antes de ponerlos en la caja, estreché con fuerza a mi pecho. Allí tenía algo más que un diario, el testimonio de un hombre único, de una vida apasionante. Me encargaría de que el tiempo no lo borrara.
Miré por última vez el pequeño rincón de Raimundo y lo vi de nuevo con su copa de Martini, al que me había aficionado, jugando con su palillo, mientras me relataba sus experiencias inagotables y reía y maldecía sus recuerdos