“AZAR”
Lo veo acercarse por entre las
mesas del restaurante, hoy hace justo un año que acordamos vernos tal día como
hoy. Me había llamado al móvil después
de 3 años de no saber nada de él y me había pedido encontrarnos en el mismo
lugar de aquella lejana noche de 1987. He llegado con antelación y para calmar mi
nerviosismo estoy saboreando mi segunda copa de vino blanco, fresco y seco. Mi mirada se clava en sus pasos y los
reconozco de inmediato, mientras asciendo hasta sus ojos grisáceos, verdemar, a
juego con su pelo descuidadamente hermoso. Pone distraídamente un cigarrillo
entre sus labios, como un acto reflejo, mientras deja sobre la mesa su inseparable
carga: la cámara fotográfica, el portátil, un libro y sus cigarrillos.
Hunde su mirada en la mía y
sonreímos en silencio, sabiendo que hemos cumplido. Esta vez no ha sido el
azar, las coincidencias, las que se han conjugado sutilmente para construir un
encuentro, sino que fuimos nosotros los que propusimos este compromiso.
En un acto reflejo coge la
cámara y me enfoca, del mismo modo que ha hundido su mirada, lo hace ahora, y
aprieta el disparador hasta el fondo, con una extraña satisfacción: “Estamos
juntos”, y ahora ¿qué?
Estamos en el mismo bar en que
nos conocimos por primera vez. De eso ya hace más de 30 años. Él estaba
haciendo un reportaje sobre el casco viejo de Barcelona, el barrio Gótico. Era
su primer contrato como foto periodista, en la revista de sus sueños: “National
Geographic”. Había finalizado los estudios hacías apenas un año y se había
lanzado a la aventura, sin ningún temor, con la osadía que solo da la
juventud. Envió su currículum,
prácticamente en blanco todavía, y
algunas de sus fotografías a la editorial en Estados Unidos. La casualidad, la
suerte, el destino, nunca sabemos qué dirige nuestras vidas, hicieron el resto.
Le contestaron y lo citaron para una entrevista. En un abrir y cerrar de ojos,
tenía en sus manos un contrato de colaboración de seis meses, como “free lance”.
Por un instante, todo mi cuerpo
palpita, un escalofrío de emoción me trae la imagen del momento en que nos
tropezamos y nuestras vidas, de una forma u otra, se entrelazaron para siempre. Como ahora, la
misma mirada oceánica, la misma sonrisa guasona, aquella desazón vital, las
ondas del pelo, entonces negro azulado desparramándose hasta los labios, y su cámara, prolongación de su propio
cuerpo, me impregnaron.
El tintineo de las copas de
cerveza, me vuelven al mundo real. —Aquí tenéis, las patatas con la salsa brava
especial de la casa —exclama el camarero, orgulloso—.
Miro pasmada a Daniel. Y él a mí, sonriendo de forma que no hacen falta las
palabras.
—Pero, pero . . . ¿cómo es posible?
Aún te acuerdas que soy una adicta a las patatas bravas . . .
¡Claro! Y también a la cerveza muy fría, al vino blanco fresco y muy seco,
al pulpo, al jamón, al mar, a los amaneceres brillantes e intensos, al chocolate con nata, a las noches de verano . .
. —sigue enumerando todas mis debilidades y mis
pasiones, rescatando de la memoria, recuerdos imperecederos.
Sorbo con impaciencia y la
espuma se arremolina entre mis labios. Me besa, de forma natural, como si fuera
inherente a mi boca, y a la vez, como si fuera nuevamente la última vez. Me
limpia la espuma con su lengua y ríe, como un chico travieso.
Mi mente vuela a nuestro primer
encuentro. Yo también había acabado la carrera de periodismo hacía un año.
Trabajaba en lo que me salía y colaboraba en revistas de poca monta, con todo
tipo de temas. Esa noche iba a hacer algunas entrevistas a dueños de bares de
diferentes ambientes del Casco Viejo. Estaba emocionada, era mi primer
reportaje de cierta importancia y quería sacarle todo el jugo.
Iba rápida, absorta en ideas
para el reportaje y repasando mentalmente las preguntas, libreta y bolígrafo en
mano, una pequeña cámara, el sueldo no me daba para más, y el bolso gigante
bien amarrado a mi cuerpo,
cuando girando en la calle del Pi me acuerdo que
era esa calle, porqué cuando volví en sí después de unos segundos de vahído, es
lo primero que vi. La placa de la calle del Pi. Bueno la placa, y esa mirada de
tormenta marina, que te invitaba a nadar en ella.
Un fuerte topetazo de dos almas
entusiastas hicieron saltar por los aires, libretas, grabadoras, cámaras y que
nuestros cuerpos cayeran casi uno encima del otro. Era noche de verano, y
nuestras pieles quedaron llenas de arañazos, debido al golpe sobre los
adoquines.
—Bueno, no se está tal mal —dijo él con su sonrisa picarona—.
—Pero ¿qué dices? ¡estás loco! ¡llego tarde por tu culpa! —le dije yo,
realmente furiosa—.
—¡Vaya! Me temía que la culpa sería mía —me contestó sin abandonar su risa
burlona—, mientras yo intentaba levantarme de encima suyo y reincorporarme
dignamente.
—Bueno, yo también llego tarde —dijo más serio— recogiendo todo lo que se
nos había caído. —Podríamos ir a tomarnos unas cervezas, ya que los dos
llegamos tarde — me dijo con una carcajada franca.
Y sin pensarlo, como si las palabras salieran fuera de mi control, le dije:
¡sí!
En este bar, el mismo en el que
estamos ahora, hablamos durante horas, de nuestros sueños, proyectos,
retos, de política, de la sociedad, de
la muerte y de la vida, de la existencia, del destino, de nuestras vidas en
plena efervescencia. Y de ahí, cogimos una habitación en el hotel del Pi, y
seguimos hablando, con el cuerpo, la boca, la piel . . . Hicimos el amor hasta
que el amanecer, brillante e intenso, entró por la ventana, y nos avisó que
había que seguir.
Él tenía que entregar un
reportaje sobre el barrio Gótico de Barcelona en una semana y volver a Uruguay.
Hacía años que no veía a su familia y necesitaba hacerlo. Fueron siete días
viviendo impetuosamente, como si la vida fuera a acabarse de un momento a otro.
Luego la despedida, el vacío, el
te amo como a nada, como a nadie, pero tengo, tenemos que seguir nuestros
caminos. El mundo es inmenso, somos muy jóvenes, las expectativas infinitas,
nos espera un universo de experiencias. . . —me decía atropelladamente, con la
mirada radiante.
—Nos volveremos a ver, volveremos a encontrarnos, no lo dudes —me dijo con
una dulzura amarga, pero sin sombra de duda.
El camarero nos dirige un
comentario ocurrente, y Daniel le pide otras dos cervezas. Yo diría que el
camarero se ha hecho algo cómplice de nuestro encuentro.
—Las patatas bravas están
riquísimas —digo, para que sepa que sigo aquí—. —Me he dado cuenta —me dice
divertido— no me has dejado ni probarlas.
—Esta vez no me escaparé —me
dice dulcemente, mientras la sonrisa le dibuja unas arruguillas que hasta ahora
no había visto— y vuelve a besarme y lamerme la espuma de los labios. En ese
momento suena Leonard Cohen, su voz profunda e imperturbable nos devuelve a
nuestros pensamientos.
Tres años después de aquel
encuentro, conseguí entrar en plantilla en una emisora de radio en la que hice
prácticamente de todo, desde cubrir las dichosas sesiones parlamentarias, hasta
un pequeño espacio nocturno de música y soledades.
En 1991 estalló la guerra de los
Balcanes. Un año antes había estado en Yugoslavia durante 3 meses. La belleza
de su naturaleza, de sus ciudades y la tensa paz que se respiraba, me atrapó. Esa inquietante calma, explotó en la peor
guerra en suelo europeo después de la II Guerra Mundial, y eso convulsionó todo
nuestro ser y nuestro entorno.
Intenté desesperadamente que me enviasen
a la zona como corresponsal. Dominaba el inglés, conocía Yugoslavia y tenía
suficiente formación política para poder hacerlo. Mi sueño dorado: corresponsal
de guerra, mostrar lo más terrible y lo más tierno del ser humano. Estudié
periodismo ante todo para eso, o ¿quizás fue únicamente para eso?. Pero fue inútil. Seguí los acontecimientos de
aquella guerra, que parecía breve y que se alargó terriblemente durante años.
Insistí una y otra vez, hasta
que cosas del destino, de la casualidad o de la causalidad, hicieron que uno de
los reporteros de la emisora instalado en Sarajevo, se pusiera enfermo debido a
una infección y me enviaran a
substituirlo.
Era abril de 1994, el sitio de
Sarajevo había empezado hacía dos años, pero la intensidad del asedio, los ataques
a la población civil seguían, los francotiradores se apostaban en las azoteas.
. . . Realmente era una situación muy peligrosa. Me alojaba con otros
periodistas en un discreto hotel relativamente cerca del corazón histórico de
la ciudad. Desde sus ventanas, la vista de Sarajevo era bellamente
cinematográfica, pero la tragedia de una nueva guerra absurda, se cernía sobre
todos.
Era mi tercer día en Sarajevo.
Me había hecho con mapas de la ciudad,
con información de los lugares, calles,
horas más peligrosas y también más seguras. Con información de contactos
y credenciales. Bajé a la cafetería, conocía a poca gente, era realmente una
novata, una corresponsal substituyendo a un compañero, especialista en el tema.
Pero lo conseguiría, como fuera, pero lo haría.
—Bueno, no sabía que te habías
vuelto muda —la voz intensa de Daniel, me vuelve a traer a la realidad. —Y tú
no has cambiado tus comentarios irónicos —dije con cierta brusquedad.
—Dime, ¿Dónde estás? Quiero
acompañarte en tu ruta por los recuerdos. Creo que formo parte de ellos o eso
desearía. —me dice con una voz casi de súplica.
Recuerdo que pedí un café doble
con ron, necesitaba reconfortarme. En ese momento se oyó un fuerte impacto contra
uno de los ventanales de la cafetería que nos dejó inmóviles. Los cristales se
resquebrajaron y cayeron hechos añicos, mientras todos enfocábamos nuestras
cámaras al exterior, protegiéndonos con las mesas y sillas del local. Saqué
instintivamente la grabadora y empecé a relatar todo lo que veía. Siguieron los
impactos contra otros pisos del hotel y de repente la oscuridad y el silencio.
Recuerdo que encendimos linternas y mecheros. Como en una alucinación,
nuevamente sus ojos, su sonrisa, las ondas del pelo sobre su boca.
—¡Bien! Te lo dije. ¡Volveríamos
a encontrarnos y aquí estamos! Me abrazó, me besó, allí en la oscuridad, como un niño asustado,
mientras fuera había una guerra. —Pero, pero, ¿qué haces aquí? –le dije
entrecortada. —Pues supongo que lo mismo que tú ¡ja, ja, ja! —rio de forma
provocadora. —Estoy en esta puta
guerra desde que comenzó, y tenía que haberme marchado ya a Ruanda hace meses,
pero me ha sido imposible.
Sigo
siendo free lance y los reportajes de esta puñetera guerra se pagan bien. Ya
ves de las maravillas del “National Geographic” a cubrir miserias humanas. Pero ahora sé el porqué, tú estás aquí.
No dije nada, solo me apreté a
él y pasamos esa noche, y todas las noches juntos. Nuevamente nos entregamos
como si la vida se nos escurriera entre las manos. Vivimos días entre el amor y
la guerra, de forma vertiginosa, trepidante, con el contrasentido que da vivir al límite.
Llevábamos juntos tres semanas.
Era sábado, día que todos los corresponsales, foto periodistas, cenábamos
juntos y compartíamos experiencias y la información que cada uno quería ceder. Era
tarde y Daniel no estaba en el hotel. Pregunté a todos, pero nadie lo había
visto desde hacía horas. No hubo noticias de él en toda la noche. Por la mañana
me dieron una nota. “Esta noche tendré una entrevista exclusiva con un
dirigente serbio. Es peligroso. No sé lo que puede pasar, pero he de
intentarlo”. Sino vuelvo, no sé lo que me habrá pasado, pero no estaré muerto.
Recuerda siempre que nos volveremos a encontrar”. Te amo, es una pequeñez para
decirte lo que siento.
Leí la nota, como si un mazazo
me golpeara por dentro. Lloré, lloré de tal forma que me quedé seca, sin
lágrimas. Y entonces quemé la nota, cogí mi grabadora y mi cámara y salí a las
calles de Sarajevo, sin miedo, enfrentándome a la sinrazón.
—Perdona, me dice, como un niño
arrepentido, esa voz me cautiva, ya lo sabes. Gracias por venir, una vez
más, mil gracias. ¿Cómo estás? ¿Cómo te
han ido estos años? Hazme una entradilla. Lo estoy deseando —me dice, mirándome
vivamente.
—¿Una entradilla? ¿O un titular
mejor? Así será más corto y podrás desaparecer más rápido —le dije sin reproche, con cierta
condescendencia, aunque mis palabras parecían lo contrario. —Puedo quedarme
aquí, escuchándote todo el resto de nuestras vidas —pronunció de forma solemne.
—Bien, logré tocar con la punta
de los dedos mis sueños. Sabes de sobra que obtuve mi primer trabajo como
corresponsal en la guerra de Yugoslavia, luego estuve 5 años de corresponsal
del periódico en Paris. Sabes que desde niña el francés estuvo presente en mi
casa.
Mi “yaya” materna llevó a sus
hijas al Liceo Francés y mi madre se defendía bien. De París volví a Barcelona.
Me enamoré de forma moderada y práctica, él me lo puso fácil: buena persona,
amable, prudente, educado, muy buen arquitecto. Se enamoró mucho más de lo que
él mismo podía predecir.
—No lo conozco, pero estoy
seguro que así debió ser —me dice con convicción, mientras me ofrece su copa de
vino.
—Vivimos razonablemente felices
unos 4 años, ya sabes: súper piso con hipoteca, vacaciones exóticas, cenas con
amigos, afortunadamente no vinieron hijos, y luego llegó mi distancia, el
sopor, la apatía. Asumo toda la responsabilidad. Necesité respirar, volar,
volver a arriesgarme. Después de cubrir los atentados de Madrid y Londres, pedí
ir al conflicto en la Franja de Gaza. Volví
y en los últimos años me he acomodado a cubrir información del país. Ahora leo,
camino, voy al cine, familia, amigos . . . ¡ah! ¡Y he empezado a escribir un
libro! —le digo eufórica.
—¡Por fin! Recuerdo que de las
primeras cosas que me dijiste cuando te conocí, fue que querías escribir un
libro. ¡Cuánto me alegro! —me dice con cariñosa sinceridad. —¿y el amor? No me
has dicho nada sobre ello. Recuerdo la última vez que volvimos a coincidir. Fue
en la Puerta del Sol, de aquel mayo memorable de 2011. Estabas vibrante
gritando aquello de ¡Nuestros sueños no caben en vuestras urnas! Y todas
aquellas consignas que parecieron despertar a muchos de un largo letargo. Ibas
acompañada de un cretino, por decírtelo finamente. Te abracé y te liberaste de
mi rápido, como si te avergonzaras. Me besaste en las mejillas, me dijiste
mañana nos vemos aquí mismo y desapareciste con él.
—Fui al día siguiente, y al
otro, y a los que siguieron, hasta que desalojaron la plaza, y no volví a
verte. Sentí desolación. Nos hemos pasado la vida, encontrándonos y
perdiéndonos, parece como si el espacio tiempo no estuviera de nuestra parte
—susurra con una ternura melancólica.
—¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti? —le
interrogo con ligereza— ¿Te has enamorado? ¿Te has casado? ¿Has tenido hijos? —¡Ey!
¡Alto! ¡Cualquiera diría que eres periodista y mujer! —ríe socarronamente,
mientras me acaricia los labios con su índice. —¡Vaya! ¡Ya te salió tu vena
machista! Siempre has hecho comentarios de esa clase y encima ¡mofándote! —le
digo realmente enfadada.
—Pues verás, dice de forma
sigilosa, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando los
Estados Unidos inician la guerra contra el terrorismo War on terror , como se hizo mundialmente famoso el término, me
envían a Afganistán y más tarde a la catastrófica invasión de Irak,
convirtiéndome en especialista en el mundo árabe. Desde 2011 mi vida transcurre
entre Siria y Madrid, soy el corresponsal del periódico. ¡Puta mierda de mundo!
¡Sufrimiento, explotación, guerras absurdas, fanatismos por todos los bandos. .
. ! —pronuncia con rabia e impotencia.
—Y no, no me he enamorado, ni me he casado, ni
tengo hijos, que yo sepa. Solo compañías
esporádicas, noches de soledad donde buscas refugio, sexo, pura y simplemente
—afirma de forma trivial. —¿Y ellas? ¿sintieron lo mismo, sexo y nada más?
—inquiero bruscamente. —A ellas no las recuerdo. Necesitaba encontrar la belleza,
como una amapola en un campo helado, y absolutamente todo me llevaba hacia ti —pronuncia
esas palabras, como si le salieran desde un lugar profundo y desconocido,
mientras nuestros ojos se llenan de lágrimas.
—Nos abrazamos y la sal de nuestras
lágrimas, se funde en un solo
llanto.
Me lame el rostro, mientras con
orgullo me aparta suavemente de sus brazos, diciéndome:
—Bueno, ¡se acabó la tragedia! Elige,
cenamos algo ya, o empiezo a devorarte! ¡Estoy hambriento! —ríe guasón,
mientras mordisquea mi hombro.
Los días han empezado a
acortarse y todavía la luz de octubre se resiste a desaparecer y se
mezcla con la de las farolas, recién abiertas. Es viernes y a fuera, las mesas de las terrazas de la plaza están
llenas.
—Vale, vale, me has convencido.
¡Yo también estoy hambrienta! Voy al lavabo y pide lo que quieras, sabes lo que
me gusta. Y además llevamos aquí sentados más de cuatro horas, vamos a acabar
con las reservas de cerveza y de vino blanco y solo hemos comido patatas bravas
—digo chisposa, mientras intento levantarme sin desequilibrarme.
Daniel me mira burlonamente,
mientras pone un cigarrillo entre sus labios. —¿Podrás ir sola? ¡jajajaja!
¡Bien! Estoy ahí fuera, me puede el vicio, no tardes, ni te escapes por la
ventana.
Entro en el baño y en ese
momento suena la desgarradora y elegante guitarra de Eric Clapton. Súbitamente
escucho unas ráfagas o descargas, no identifico demasiado bien, bullicio . . . la
música se pierde. Abro la cerradura y escucho ahora el ruido claro de disparos,
chillidos, llantos, cristales rotos, gritos en otro idioma, que no sé reconocer. Me asusto, estoy confusa, vuelvo dentro del
baño; acerco mi oído a la puerta,
mientras paso el pestillo y entreabro la puerta. Los gritos son en idioma
árabe, escucho: “Allahu Akbar! Varias veces seguidas, luego ¡Alá es grande!,
repetidamente, estruendo de disparos. Ahora,
silencio. Un silencio atronador.
Me tiembla el cuerpo, voy a vomitar, no sé dónde estoy. ¡Tengo que abrir
esta maldita puerta!
Salgo al exterior —¡Daniel,
Daniel, Daniel!!! Las lágrimas y la ofuscación no me dejan ver bien la escena.
Solo veo mesas y sillas destrozadas, cristales rotos, la barra destrozada,
ahora sangre en los cristales de las ventanas, de la puerta, en el suelo, ¡en
todas partes sangre! Salgo a la calle, desesperada ¡Daniel, Daniel, Daniel! —El
estruendo de ambulancias, policía, tumulto, me golpean la cabeza. Veo los
bucles de su cabello, alborotadamente hermoso, el cigarrillo en los labios y los
ojos grises, verde mar, ahora muy lejanos.
Ángeles F. Picas
Noviembre 2018.

