lunes, 22 de abril de 2019

AZAR


                                                   “AZAR”

      Lo veo acercarse por entre las mesas del restaurante, hoy hace justo un año que acordamos vernos tal día como hoy.  Me había llamado al móvil después de 3 años de no saber nada de él y me había pedido encontrarnos en el mismo lugar de aquella lejana noche de 1987.   He llegado con antelación y para calmar mi nerviosismo estoy saboreando mi segunda copa de vino blanco, fresco y seco. Mi mirada se clava en sus pasos y los reconozco de inmediato, mientras asciendo hasta sus ojos grisáceos, verdemar, a juego con su pelo descuidadamente hermoso. Pone distraídamente un cigarrillo entre sus labios, como un acto reflejo,  mientras deja sobre la mesa su inseparable carga: la cámara fotográfica, el portátil, un libro y sus cigarrillos.
     Hunde su mirada en la mía y sonreímos en silencio, sabiendo que hemos cumplido. Esta vez no ha sido el azar, las coincidencias, las que se han conjugado sutilmente para construir un encuentro, sino que fuimos nosotros los que propusimos este compromiso.
     En un acto reflejo coge la cámara y me enfoca, del mismo modo que ha hundido su mirada, lo hace ahora, y aprieta el disparador hasta el fondo, con una extraña satisfacción: “Estamos juntos”,  y ahora ¿qué?
     Estamos en el mismo bar en que nos conocimos por primera vez. De eso ya hace más de 30 años. Él estaba haciendo un reportaje sobre el casco viejo de Barcelona, el barrio Gótico. Era su primer contrato como foto periodista, en la revista de sus sueños: “National Geographic”. Había finalizado los estudios hacías apenas un año y se había lanzado a la aventura, sin ningún temor, con la osadía que solo da la juventud.  Envió su currículum, prácticamente en blanco todavía,  y algunas de sus fotografías a la editorial en Estados Unidos. La casualidad, la suerte, el destino, nunca sabemos qué dirige nuestras vidas, hicieron el resto. Le contestaron y lo citaron para una entrevista. En un abrir y cerrar de ojos, tenía en sus manos un contrato de colaboración de seis meses,  como “free lance”.
     Por un instante, todo mi cuerpo palpita, un escalofrío de emoción me trae la imagen del momento en que nos tropezamos y nuestras vidas, de una forma u otra,  se entrelazaron para siempre. Como ahora, la misma mirada oceánica, la misma sonrisa guasona, aquella desazón vital, las ondas del pelo, entonces negro azulado desparramándose hasta los labios,  y su cámara, prolongación de su propio cuerpo, me impregnaron.
     El tintineo de las copas de cerveza, me vuelven al mundo real. —Aquí tenéis, las patatas con la salsa brava especial de la casa —exclama el camarero, orgulloso—.
Miro pasmada a Daniel. Y él a mí, sonriendo de forma que no hacen falta las palabras.
—Pero, pero . . .  ¿cómo es posible? Aún te acuerdas que soy una adicta a las patatas bravas . . .
¡Claro! Y también a la cerveza muy fría, al vino blanco fresco y muy seco, al pulpo, al jamón, al mar, a los amaneceres  brillantes e intensos, al chocolate con nata,  a las noches de verano  . . .   —sigue enumerando todas mis debilidades y mis pasiones, rescatando de la memoria, recuerdos imperecederos.
     Sorbo con impaciencia y la espuma se arremolina entre mis labios. Me besa, de forma natural, como si fuera inherente a mi boca, y a la vez, como si fuera nuevamente la última vez. Me limpia la espuma con su lengua y ríe, como un chico travieso.
     Mi mente vuela a nuestro primer encuentro. Yo también había acabado la carrera de periodismo hacía un año. Trabajaba en lo que me salía y colaboraba en revistas de poca monta, con todo tipo de temas. Esa noche iba a hacer algunas entrevistas a dueños de bares de diferentes ambientes del Casco Viejo. Estaba emocionada, era mi primer reportaje de cierta importancia y quería sacarle todo el jugo.
     Iba rápida, absorta en ideas para el reportaje y repasando mentalmente las preguntas, libreta y bolígrafo en mano, una pequeña cámara, el sueldo no me daba para más, y el bolso gigante bien amarrado a mi cuerpo, cuando girando en la calle del Pi me acuerdo que era esa calle, porqué cuando volví en sí después de unos segundos de vahído, es lo primero que vi. La placa de la calle del Pi. Bueno la placa, y esa mirada de tormenta marina, que te invitaba a nadar en ella.
     Un fuerte topetazo de dos almas entusiastas hicieron saltar por los aires, libretas, grabadoras, cámaras y que nuestros cuerpos cayeran casi uno encima del otro. Era noche de verano, y nuestras pieles quedaron llenas de arañazos, debido al golpe sobre los adoquines.
—Bueno, no se está tal mal —dijo él con su sonrisa picarona—.
—Pero ¿qué dices? ¡estás loco! ¡llego tarde por tu culpa! —le dije yo, realmente furiosa—.
—¡Vaya! Me temía que la culpa sería mía —me contestó sin abandonar su risa burlona—, mientras yo intentaba levantarme de encima suyo y reincorporarme dignamente.
—Bueno, yo también llego tarde —dijo más serio— recogiendo todo lo que se nos había caído. —Podríamos ir a tomarnos unas cervezas, ya que los dos llegamos tarde — me dijo con una carcajada franca.
Y sin pensarlo, como si las palabras salieran fuera de mi control, le dije: ¡sí!
     En este bar, el mismo en el que estamos ahora, hablamos durante horas, de nuestros sueños, proyectos, retos,  de política, de la sociedad, de la muerte y de la vida, de la existencia, del destino, de nuestras vidas en plena efervescencia. Y de ahí, cogimos una habitación en el hotel del Pi, y seguimos hablando, con el cuerpo, la boca, la piel . . . Hicimos el amor hasta que el amanecer, brillante e intenso, entró por la ventana, y nos avisó que había que seguir.
     Él tenía que entregar un reportaje sobre el barrio Gótico de Barcelona en una semana y volver a Uruguay. Hacía años que no veía a su familia y necesitaba hacerlo. Fueron siete días viviendo impetuosamente, como si la vida fuera a acabarse de un momento a otro.
     Luego la despedida, el vacío, el te amo como a nada, como a nadie, pero tengo, tenemos que seguir nuestros caminos. El mundo es inmenso, somos muy jóvenes, las expectativas infinitas, nos espera un universo de experiencias. . . —me decía atropelladamente, con la mirada radiante.
—Nos volveremos a ver, volveremos a encontrarnos, no lo dudes —me dijo con una dulzura amarga, pero sin sombra de duda.


     El camarero nos dirige un comentario ocurrente, y Daniel le pide otras dos cervezas. Yo diría que el camarero se ha hecho algo cómplice de nuestro encuentro.
     —Las patatas bravas están riquísimas —digo, para que sepa que sigo aquí—. —Me he dado cuenta —me dice divertido— no me has dejado ni probarlas.
     —Esta vez no me escaparé —me dice dulcemente, mientras la sonrisa le dibuja unas arruguillas que hasta ahora no había visto— y vuelve a besarme y lamerme la espuma de los labios. En ese momento suena Leonard Cohen, su voz profunda e imperturbable nos devuelve a nuestros pensamientos.
     Tres años después de aquel encuentro, conseguí entrar en plantilla en una emisora de radio en la que hice prácticamente de todo, desde cubrir las dichosas sesiones parlamentarias, hasta un pequeño espacio nocturno de música y soledades.
     En 1991 estalló la guerra de los Balcanes. Un año antes había estado en Yugoslavia durante 3 meses. La belleza de su naturaleza, de sus ciudades y la tensa paz que se respiraba, me atrapó.  Esa inquietante calma, explotó en la peor guerra en suelo europeo después de la II Guerra Mundial, y eso convulsionó todo nuestro ser y nuestro entorno.
     Intenté desesperadamente que me enviasen a la zona como corresponsal. Dominaba el inglés, conocía Yugoslavia y tenía suficiente formación política para poder hacerlo. Mi sueño dorado: corresponsal de guerra, mostrar lo más terrible y lo más tierno del ser humano. Estudié periodismo ante todo para eso, o ¿quizás fue únicamente para eso?. Pero fue inútil. Seguí los acontecimientos de aquella guerra, que parecía breve y que se alargó terriblemente durante años.
     Insistí una y otra vez, hasta que cosas del destino, de la casualidad o de la causalidad, hicieron que uno de los reporteros de la emisora instalado en Sarajevo, se pusiera enfermo debido a una infección y me enviaran a  substituirlo.
     Era abril de 1994, el sitio de Sarajevo había empezado hacía dos años, pero la intensidad del asedio, los ataques a la población civil seguían, los francotiradores se apostaban en las azoteas. . . . Realmente era una situación muy peligrosa. Me alojaba con otros periodistas en un discreto hotel relativamente cerca del corazón histórico de la ciudad. Desde sus ventanas, la vista de Sarajevo era bellamente cinematográfica, pero la tragedia de una nueva guerra absurda, se cernía sobre todos.
     Era mi tercer día en Sarajevo. Me había hecho  con mapas de la ciudad, con información de los lugares, calles,  horas más peligrosas y también más seguras. Con información de contactos y credenciales. Bajé a la cafetería, conocía a poca gente, era realmente una novata, una corresponsal substituyendo a un compañero, especialista en el tema. Pero lo conseguiría, como fuera, pero lo haría.
     —Bueno, no sabía que te habías vuelto muda —la voz intensa de Daniel, me vuelve a traer a la realidad. —Y tú no has cambiado tus comentarios irónicos —dije con cierta brusquedad.
     —Dime, ¿Dónde estás? Quiero acompañarte en tu ruta por los recuerdos. Creo que formo parte de ellos o eso desearía. —me dice con una voz casi de súplica.

       Sonrío y le acaricio el pelo y los párpados, los labios. Probablemente me quedaría así el resto de mi vida. Suena ahora Janis Joplin y Daniel se abstrae en esa voz poderosa.
     Recuerdo que pedí un café doble con ron, necesitaba reconfortarme. En ese momento se oyó un fuerte impacto contra uno de los ventanales de la cafetería que nos dejó inmóviles. Los cristales se resquebrajaron y cayeron hechos añicos, mientras todos enfocábamos nuestras cámaras al exterior, protegiéndonos con las mesas y sillas del local. Saqué instintivamente la grabadora y empecé a relatar todo lo que veía. Siguieron los impactos contra otros pisos del hotel y de repente la oscuridad y el silencio. Recuerdo que encendimos linternas y mecheros. Como en una alucinación, nuevamente sus ojos, su sonrisa, las ondas del pelo sobre su boca.
     —¡Bien! Te lo dije. ¡Volveríamos a encontrarnos y aquí estamos! Me abrazó, me besó,  allí en la oscuridad, como un niño asustado, mientras fuera había una guerra. —Pero, pero, ¿qué haces aquí? –le dije entrecortada. —Pues supongo que lo mismo que tú ¡ja, ja, ja! —rio de forma provocadora.    —Estoy en esta puta guerra desde que comenzó, y tenía que haberme marchado ya a Ruanda hace meses, pero me ha sido imposible.                                                                            
   Sigo siendo free lance y los reportajes de esta puñetera guerra se pagan bien. Ya ves de las maravillas del “National Geographic” a cubrir miserias humanas.  Pero ahora sé el porqué, tú estás aquí.
     No dije nada, solo me apreté a él y pasamos esa noche, y todas las noches juntos. Nuevamente nos entregamos como si la vida se nos escurriera entre las manos. Vivimos días entre el amor y la guerra, de forma vertiginosa, trepidante, con el contrasentido  que da vivir al límite.
     Llevábamos juntos tres semanas. Era sábado, día que todos los corresponsales, foto periodistas, cenábamos juntos y compartíamos experiencias y la información que cada uno quería ceder. Era tarde y Daniel no estaba en el hotel. Pregunté a todos, pero nadie lo había visto desde hacía horas. No hubo noticias de él en toda la noche. Por la mañana me dieron una nota. “Esta noche tendré una entrevista exclusiva con un dirigente serbio. Es peligroso. No sé lo que puede pasar, pero he de intentarlo”. Sino vuelvo, no sé lo que me habrá pasado, pero no estaré muerto. Recuerda siempre que nos volveremos a encontrar”. Te amo, es una pequeñez para decirte lo que siento.
     Leí la nota, como si un mazazo me golpeara por dentro. Lloré, lloré de tal forma que me quedé seca, sin lágrimas. Y entonces quemé la nota, cogí mi grabadora y mi cámara y salí a las calles de Sarajevo, sin miedo, enfrentándome a la sinrazón.
      —Perdona, me dice, como un niño arrepentido, esa voz me cautiva, ya lo sabes. Gracias por venir, una vez más,  mil gracias. ¿Cómo estás? ¿Cómo te han ido estos años? Hazme una entradilla. Lo estoy deseando —me dice, mirándome vivamente.
     —¿Una entradilla? ¿O un titular mejor? Así será más corto y podrás desaparecer más rápido    —le dije sin reproche, con cierta condescendencia, aunque mis palabras parecían lo contrario. —Puedo quedarme aquí, escuchándote todo el resto de nuestras vidas —pronunció de forma solemne.
     —Bien, logré tocar con la punta de los dedos mis sueños. Sabes de sobra que obtuve mi primer trabajo como corresponsal en la guerra de Yugoslavia, luego estuve 5 años de corresponsal del periódico en Paris. Sabes que desde niña el francés estuvo presente en mi casa.    
     Mi “yaya” materna llevó a sus hijas al Liceo Francés y mi madre se defendía bien. De París volví a Barcelona. Me enamoré de forma moderada y práctica, él me lo puso fácil: buena persona, amable, prudente, educado, muy buen arquitecto. Se enamoró mucho más de lo que él mismo podía predecir.
     —No lo conozco, pero estoy seguro que así debió ser —me dice con convicción, mientras me ofrece su copa de vino.
     —Vivimos razonablemente felices unos 4 años, ya sabes: súper piso con hipoteca, vacaciones exóticas, cenas con amigos, afortunadamente no vinieron hijos, y luego llegó mi distancia, el sopor, la apatía. Asumo toda la responsabilidad. Necesité respirar, volar, volver a arriesgarme. Después de cubrir los atentados de Madrid y Londres, pedí ir al  conflicto en la Franja de Gaza. Volví y en los últimos años me he acomodado a cubrir información del país. Ahora leo, camino, voy al cine, familia, amigos . . . ¡ah! ¡Y he empezado a escribir un libro! —le digo eufórica.
     —¡Por fin! Recuerdo que de las primeras cosas que me dijiste cuando te conocí, fue que querías escribir un libro. ¡Cuánto me alegro! —me dice con cariñosa sinceridad. —¿y el amor? No me has dicho nada sobre ello. Recuerdo la última vez que volvimos a coincidir. Fue en la Puerta del Sol, de aquel mayo memorable de 2011. Estabas vibrante gritando aquello de ¡Nuestros sueños no caben en vuestras urnas! Y todas aquellas consignas que parecieron despertar a muchos de un largo letargo. Ibas acompañada de un cretino, por decírtelo finamente. Te abracé y te liberaste de mi rápido, como si te avergonzaras. Me besaste en las mejillas, me dijiste mañana nos vemos aquí mismo y desapareciste con él.
     —Fui al día siguiente, y al otro, y a los que siguieron, hasta que desalojaron la plaza, y no volví a verte. Sentí desolación. Nos hemos pasado la vida, encontrándonos y perdiéndonos, parece como si el espacio tiempo no estuviera de nuestra parte —susurra con una ternura melancólica.
      —¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti? —le interrogo con ligereza— ¿Te has enamorado? ¿Te has casado? ¿Has tenido hijos? —¡Ey! ¡Alto! ¡Cualquiera diría que eres periodista y mujer! —ríe socarronamente, mientras me acaricia los labios con su índice. —¡Vaya! ¡Ya te salió tu vena machista! Siempre has hecho comentarios de esa clase y encima ¡mofándote! —le digo realmente enfadada.
     —Pues verás, dice de forma sigilosa, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando los Estados Unidos inician la guerra contra el terrorismo War on terror , como se hizo mundialmente famoso el término, me envían a Afganistán y más tarde a la catastrófica invasión de Irak, convirtiéndome en especialista en el mundo árabe. Desde 2011 mi vida transcurre entre Siria y Madrid, soy el corresponsal del periódico. ¡Puta mierda de mundo! ¡Sufrimiento, explotación, guerras absurdas, fanatismos por todos los bandos. . . ! —pronuncia con rabia e impotencia.
      —Y no, no me he enamorado, ni me he casado, ni tengo hijos,  que yo sepa. Solo compañías esporádicas, noches de soledad donde buscas refugio, sexo, pura y simplemente —afirma de forma trivial. —¿Y ellas? ¿sintieron lo mismo, sexo y nada más? —inquiero bruscamente. —A ellas no las recuerdo. Necesitaba encontrar la belleza, como una amapola en un campo helado, y absolutamente todo me llevaba hacia ti —pronuncia esas palabras, como si le salieran desde un lugar profundo y desconocido, mientras nuestros ojos se llenan de lágrimas.
     —Nos abrazamos y la sal de nuestras lágrimas,  se funde en un solo llanto. 
     Me lame el rostro, mientras con orgullo me aparta suavemente de sus brazos, diciéndome:
     —Bueno, ¡se acabó la tragedia! Elige, cenamos algo ya, o empiezo a devorarte! ¡Estoy hambriento! —ríe guasón, mientras mordisquea mi hombro.
     Los días han empezado a acortarse y  todavía la  luz de octubre se resiste a desaparecer y se mezcla con la de las farolas, recién abiertas. Es viernes y a fuera,  las mesas de las terrazas de la plaza están llenas.
     —Vale, vale, me has convencido. ¡Yo también estoy hambrienta! Voy al lavabo y pide lo que quieras, sabes lo que me gusta. Y además llevamos aquí sentados más de cuatro horas, vamos a acabar con las reservas de cerveza y de vino blanco y solo hemos comido patatas bravas —digo chisposa, mientras intento levantarme sin desequilibrarme.
      Daniel me mira burlonamente, mientras pone un cigarrillo entre sus labios. —¿Podrás ir sola? ¡jajajaja! ¡Bien! Estoy ahí fuera, me puede el vicio, no tardes, ni te escapes por la ventana.
     Entro en el baño y en ese momento suena la desgarradora y elegante guitarra de Eric Clapton. Súbitamente escucho unas ráfagas o descargas, no identifico demasiado bien, bullicio . . . la música se pierde. Abro la cerradura y escucho ahora el ruido claro de disparos, chillidos, llantos, cristales rotos, gritos en otro idioma, que no sé reconocer. Me asusto, estoy confusa, vuelvo dentro del baño;  acerco mi oído a la puerta, mientras paso el pestillo y entreabro la puerta. Los gritos son en idioma árabe, escucho: “Allahu Akbar! Varias veces seguidas, luego ¡Alá es grande!, repetidamente, estruendo de disparos. Ahora,  silencio. Un silencio atronador.  Me tiembla el cuerpo, voy a vomitar, no sé dónde estoy. ¡Tengo que abrir esta maldita puerta!  
     Salgo al exterior —¡Daniel, Daniel, Daniel!!! Las lágrimas y la ofuscación no me dejan ver bien la escena. Solo veo mesas y sillas destrozadas, cristales rotos, la barra destrozada, ahora sangre en los cristales de las ventanas, de la puerta, en el suelo, ¡en todas partes sangre! Salgo a la calle, desesperada ¡Daniel, Daniel, Daniel! —El estruendo de ambulancias, policía, tumulto, me golpean la cabeza. Veo los bucles de su cabello, alborotadamente hermoso, el cigarrillo en los labios y los ojos grises, verde mar, ahora muy lejanos.   

Ángeles F. Picas

Noviembre 2018. 






1 comentario:

  1. Sugerente! Muchas felicidades por este relato que sin duda podría convertirse en una novela. Pepa fraile

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