lunes, 22 de abril de 2019

AZAR


                                                   “AZAR”

      Lo veo acercarse por entre las mesas del restaurante, hoy hace justo un año que acordamos vernos tal día como hoy.  Me había llamado al móvil después de 3 años de no saber nada de él y me había pedido encontrarnos en el mismo lugar de aquella lejana noche de 1987.   He llegado con antelación y para calmar mi nerviosismo estoy saboreando mi segunda copa de vino blanco, fresco y seco. Mi mirada se clava en sus pasos y los reconozco de inmediato, mientras asciendo hasta sus ojos grisáceos, verdemar, a juego con su pelo descuidadamente hermoso. Pone distraídamente un cigarrillo entre sus labios, como un acto reflejo,  mientras deja sobre la mesa su inseparable carga: la cámara fotográfica, el portátil, un libro y sus cigarrillos.
     Hunde su mirada en la mía y sonreímos en silencio, sabiendo que hemos cumplido. Esta vez no ha sido el azar, las coincidencias, las que se han conjugado sutilmente para construir un encuentro, sino que fuimos nosotros los que propusimos este compromiso.
     En un acto reflejo coge la cámara y me enfoca, del mismo modo que ha hundido su mirada, lo hace ahora, y aprieta el disparador hasta el fondo, con una extraña satisfacción: “Estamos juntos”,  y ahora ¿qué?
     Estamos en el mismo bar en que nos conocimos por primera vez. De eso ya hace más de 30 años. Él estaba haciendo un reportaje sobre el casco viejo de Barcelona, el barrio Gótico. Era su primer contrato como foto periodista, en la revista de sus sueños: “National Geographic”. Había finalizado los estudios hacías apenas un año y se había lanzado a la aventura, sin ningún temor, con la osadía que solo da la juventud.  Envió su currículum, prácticamente en blanco todavía,  y algunas de sus fotografías a la editorial en Estados Unidos. La casualidad, la suerte, el destino, nunca sabemos qué dirige nuestras vidas, hicieron el resto. Le contestaron y lo citaron para una entrevista. En un abrir y cerrar de ojos, tenía en sus manos un contrato de colaboración de seis meses,  como “free lance”.
     Por un instante, todo mi cuerpo palpita, un escalofrío de emoción me trae la imagen del momento en que nos tropezamos y nuestras vidas, de una forma u otra,  se entrelazaron para siempre. Como ahora, la misma mirada oceánica, la misma sonrisa guasona, aquella desazón vital, las ondas del pelo, entonces negro azulado desparramándose hasta los labios,  y su cámara, prolongación de su propio cuerpo, me impregnaron.
     El tintineo de las copas de cerveza, me vuelven al mundo real. —Aquí tenéis, las patatas con la salsa brava especial de la casa —exclama el camarero, orgulloso—.
Miro pasmada a Daniel. Y él a mí, sonriendo de forma que no hacen falta las palabras.
—Pero, pero . . .  ¿cómo es posible? Aún te acuerdas que soy una adicta a las patatas bravas . . .
¡Claro! Y también a la cerveza muy fría, al vino blanco fresco y muy seco, al pulpo, al jamón, al mar, a los amaneceres  brillantes e intensos, al chocolate con nata,  a las noches de verano  . . .   —sigue enumerando todas mis debilidades y mis pasiones, rescatando de la memoria, recuerdos imperecederos.
     Sorbo con impaciencia y la espuma se arremolina entre mis labios. Me besa, de forma natural, como si fuera inherente a mi boca, y a la vez, como si fuera nuevamente la última vez. Me limpia la espuma con su lengua y ríe, como un chico travieso.
     Mi mente vuela a nuestro primer encuentro. Yo también había acabado la carrera de periodismo hacía un año. Trabajaba en lo que me salía y colaboraba en revistas de poca monta, con todo tipo de temas. Esa noche iba a hacer algunas entrevistas a dueños de bares de diferentes ambientes del Casco Viejo. Estaba emocionada, era mi primer reportaje de cierta importancia y quería sacarle todo el jugo.
     Iba rápida, absorta en ideas para el reportaje y repasando mentalmente las preguntas, libreta y bolígrafo en mano, una pequeña cámara, el sueldo no me daba para más, y el bolso gigante bien amarrado a mi cuerpo, cuando girando en la calle del Pi me acuerdo que era esa calle, porqué cuando volví en sí después de unos segundos de vahído, es lo primero que vi. La placa de la calle del Pi. Bueno la placa, y esa mirada de tormenta marina, que te invitaba a nadar en ella.
     Un fuerte topetazo de dos almas entusiastas hicieron saltar por los aires, libretas, grabadoras, cámaras y que nuestros cuerpos cayeran casi uno encima del otro. Era noche de verano, y nuestras pieles quedaron llenas de arañazos, debido al golpe sobre los adoquines.
—Bueno, no se está tal mal —dijo él con su sonrisa picarona—.
—Pero ¿qué dices? ¡estás loco! ¡llego tarde por tu culpa! —le dije yo, realmente furiosa—.
—¡Vaya! Me temía que la culpa sería mía —me contestó sin abandonar su risa burlona—, mientras yo intentaba levantarme de encima suyo y reincorporarme dignamente.
—Bueno, yo también llego tarde —dijo más serio— recogiendo todo lo que se nos había caído. —Podríamos ir a tomarnos unas cervezas, ya que los dos llegamos tarde — me dijo con una carcajada franca.
Y sin pensarlo, como si las palabras salieran fuera de mi control, le dije: ¡sí!
     En este bar, el mismo en el que estamos ahora, hablamos durante horas, de nuestros sueños, proyectos, retos,  de política, de la sociedad, de la muerte y de la vida, de la existencia, del destino, de nuestras vidas en plena efervescencia. Y de ahí, cogimos una habitación en el hotel del Pi, y seguimos hablando, con el cuerpo, la boca, la piel . . . Hicimos el amor hasta que el amanecer, brillante e intenso, entró por la ventana, y nos avisó que había que seguir.
     Él tenía que entregar un reportaje sobre el barrio Gótico de Barcelona en una semana y volver a Uruguay. Hacía años que no veía a su familia y necesitaba hacerlo. Fueron siete días viviendo impetuosamente, como si la vida fuera a acabarse de un momento a otro.
     Luego la despedida, el vacío, el te amo como a nada, como a nadie, pero tengo, tenemos que seguir nuestros caminos. El mundo es inmenso, somos muy jóvenes, las expectativas infinitas, nos espera un universo de experiencias. . . —me decía atropelladamente, con la mirada radiante.
—Nos volveremos a ver, volveremos a encontrarnos, no lo dudes —me dijo con una dulzura amarga, pero sin sombra de duda.


     El camarero nos dirige un comentario ocurrente, y Daniel le pide otras dos cervezas. Yo diría que el camarero se ha hecho algo cómplice de nuestro encuentro.
     —Las patatas bravas están riquísimas —digo, para que sepa que sigo aquí—. —Me he dado cuenta —me dice divertido— no me has dejado ni probarlas.
     —Esta vez no me escaparé —me dice dulcemente, mientras la sonrisa le dibuja unas arruguillas que hasta ahora no había visto— y vuelve a besarme y lamerme la espuma de los labios. En ese momento suena Leonard Cohen, su voz profunda e imperturbable nos devuelve a nuestros pensamientos.
     Tres años después de aquel encuentro, conseguí entrar en plantilla en una emisora de radio en la que hice prácticamente de todo, desde cubrir las dichosas sesiones parlamentarias, hasta un pequeño espacio nocturno de música y soledades.
     En 1991 estalló la guerra de los Balcanes. Un año antes había estado en Yugoslavia durante 3 meses. La belleza de su naturaleza, de sus ciudades y la tensa paz que se respiraba, me atrapó.  Esa inquietante calma, explotó en la peor guerra en suelo europeo después de la II Guerra Mundial, y eso convulsionó todo nuestro ser y nuestro entorno.
     Intenté desesperadamente que me enviasen a la zona como corresponsal. Dominaba el inglés, conocía Yugoslavia y tenía suficiente formación política para poder hacerlo. Mi sueño dorado: corresponsal de guerra, mostrar lo más terrible y lo más tierno del ser humano. Estudié periodismo ante todo para eso, o ¿quizás fue únicamente para eso?. Pero fue inútil. Seguí los acontecimientos de aquella guerra, que parecía breve y que se alargó terriblemente durante años.
     Insistí una y otra vez, hasta que cosas del destino, de la casualidad o de la causalidad, hicieron que uno de los reporteros de la emisora instalado en Sarajevo, se pusiera enfermo debido a una infección y me enviaran a  substituirlo.
     Era abril de 1994, el sitio de Sarajevo había empezado hacía dos años, pero la intensidad del asedio, los ataques a la población civil seguían, los francotiradores se apostaban en las azoteas. . . . Realmente era una situación muy peligrosa. Me alojaba con otros periodistas en un discreto hotel relativamente cerca del corazón histórico de la ciudad. Desde sus ventanas, la vista de Sarajevo era bellamente cinematográfica, pero la tragedia de una nueva guerra absurda, se cernía sobre todos.
     Era mi tercer día en Sarajevo. Me había hecho  con mapas de la ciudad, con información de los lugares, calles,  horas más peligrosas y también más seguras. Con información de contactos y credenciales. Bajé a la cafetería, conocía a poca gente, era realmente una novata, una corresponsal substituyendo a un compañero, especialista en el tema. Pero lo conseguiría, como fuera, pero lo haría.
     —Bueno, no sabía que te habías vuelto muda —la voz intensa de Daniel, me vuelve a traer a la realidad. —Y tú no has cambiado tus comentarios irónicos —dije con cierta brusquedad.
     —Dime, ¿Dónde estás? Quiero acompañarte en tu ruta por los recuerdos. Creo que formo parte de ellos o eso desearía. —me dice con una voz casi de súplica.

       Sonrío y le acaricio el pelo y los párpados, los labios. Probablemente me quedaría así el resto de mi vida. Suena ahora Janis Joplin y Daniel se abstrae en esa voz poderosa.
     Recuerdo que pedí un café doble con ron, necesitaba reconfortarme. En ese momento se oyó un fuerte impacto contra uno de los ventanales de la cafetería que nos dejó inmóviles. Los cristales se resquebrajaron y cayeron hechos añicos, mientras todos enfocábamos nuestras cámaras al exterior, protegiéndonos con las mesas y sillas del local. Saqué instintivamente la grabadora y empecé a relatar todo lo que veía. Siguieron los impactos contra otros pisos del hotel y de repente la oscuridad y el silencio. Recuerdo que encendimos linternas y mecheros. Como en una alucinación, nuevamente sus ojos, su sonrisa, las ondas del pelo sobre su boca.
     —¡Bien! Te lo dije. ¡Volveríamos a encontrarnos y aquí estamos! Me abrazó, me besó,  allí en la oscuridad, como un niño asustado, mientras fuera había una guerra. —Pero, pero, ¿qué haces aquí? –le dije entrecortada. —Pues supongo que lo mismo que tú ¡ja, ja, ja! —rio de forma provocadora.    —Estoy en esta puta guerra desde que comenzó, y tenía que haberme marchado ya a Ruanda hace meses, pero me ha sido imposible.                                                                            
   Sigo siendo free lance y los reportajes de esta puñetera guerra se pagan bien. Ya ves de las maravillas del “National Geographic” a cubrir miserias humanas.  Pero ahora sé el porqué, tú estás aquí.
     No dije nada, solo me apreté a él y pasamos esa noche, y todas las noches juntos. Nuevamente nos entregamos como si la vida se nos escurriera entre las manos. Vivimos días entre el amor y la guerra, de forma vertiginosa, trepidante, con el contrasentido  que da vivir al límite.
     Llevábamos juntos tres semanas. Era sábado, día que todos los corresponsales, foto periodistas, cenábamos juntos y compartíamos experiencias y la información que cada uno quería ceder. Era tarde y Daniel no estaba en el hotel. Pregunté a todos, pero nadie lo había visto desde hacía horas. No hubo noticias de él en toda la noche. Por la mañana me dieron una nota. “Esta noche tendré una entrevista exclusiva con un dirigente serbio. Es peligroso. No sé lo que puede pasar, pero he de intentarlo”. Sino vuelvo, no sé lo que me habrá pasado, pero no estaré muerto. Recuerda siempre que nos volveremos a encontrar”. Te amo, es una pequeñez para decirte lo que siento.
     Leí la nota, como si un mazazo me golpeara por dentro. Lloré, lloré de tal forma que me quedé seca, sin lágrimas. Y entonces quemé la nota, cogí mi grabadora y mi cámara y salí a las calles de Sarajevo, sin miedo, enfrentándome a la sinrazón.
      —Perdona, me dice, como un niño arrepentido, esa voz me cautiva, ya lo sabes. Gracias por venir, una vez más,  mil gracias. ¿Cómo estás? ¿Cómo te han ido estos años? Hazme una entradilla. Lo estoy deseando —me dice, mirándome vivamente.
     —¿Una entradilla? ¿O un titular mejor? Así será más corto y podrás desaparecer más rápido    —le dije sin reproche, con cierta condescendencia, aunque mis palabras parecían lo contrario. —Puedo quedarme aquí, escuchándote todo el resto de nuestras vidas —pronunció de forma solemne.
     —Bien, logré tocar con la punta de los dedos mis sueños. Sabes de sobra que obtuve mi primer trabajo como corresponsal en la guerra de Yugoslavia, luego estuve 5 años de corresponsal del periódico en Paris. Sabes que desde niña el francés estuvo presente en mi casa.    
     Mi “yaya” materna llevó a sus hijas al Liceo Francés y mi madre se defendía bien. De París volví a Barcelona. Me enamoré de forma moderada y práctica, él me lo puso fácil: buena persona, amable, prudente, educado, muy buen arquitecto. Se enamoró mucho más de lo que él mismo podía predecir.
     —No lo conozco, pero estoy seguro que así debió ser —me dice con convicción, mientras me ofrece su copa de vino.
     —Vivimos razonablemente felices unos 4 años, ya sabes: súper piso con hipoteca, vacaciones exóticas, cenas con amigos, afortunadamente no vinieron hijos, y luego llegó mi distancia, el sopor, la apatía. Asumo toda la responsabilidad. Necesité respirar, volar, volver a arriesgarme. Después de cubrir los atentados de Madrid y Londres, pedí ir al  conflicto en la Franja de Gaza. Volví y en los últimos años me he acomodado a cubrir información del país. Ahora leo, camino, voy al cine, familia, amigos . . . ¡ah! ¡Y he empezado a escribir un libro! —le digo eufórica.
     —¡Por fin! Recuerdo que de las primeras cosas que me dijiste cuando te conocí, fue que querías escribir un libro. ¡Cuánto me alegro! —me dice con cariñosa sinceridad. —¿y el amor? No me has dicho nada sobre ello. Recuerdo la última vez que volvimos a coincidir. Fue en la Puerta del Sol, de aquel mayo memorable de 2011. Estabas vibrante gritando aquello de ¡Nuestros sueños no caben en vuestras urnas! Y todas aquellas consignas que parecieron despertar a muchos de un largo letargo. Ibas acompañada de un cretino, por decírtelo finamente. Te abracé y te liberaste de mi rápido, como si te avergonzaras. Me besaste en las mejillas, me dijiste mañana nos vemos aquí mismo y desapareciste con él.
     —Fui al día siguiente, y al otro, y a los que siguieron, hasta que desalojaron la plaza, y no volví a verte. Sentí desolación. Nos hemos pasado la vida, encontrándonos y perdiéndonos, parece como si el espacio tiempo no estuviera de nuestra parte —susurra con una ternura melancólica.
      —¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti? —le interrogo con ligereza— ¿Te has enamorado? ¿Te has casado? ¿Has tenido hijos? —¡Ey! ¡Alto! ¡Cualquiera diría que eres periodista y mujer! —ríe socarronamente, mientras me acaricia los labios con su índice. —¡Vaya! ¡Ya te salió tu vena machista! Siempre has hecho comentarios de esa clase y encima ¡mofándote! —le digo realmente enfadada.
     —Pues verás, dice de forma sigilosa, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando los Estados Unidos inician la guerra contra el terrorismo War on terror , como se hizo mundialmente famoso el término, me envían a Afganistán y más tarde a la catastrófica invasión de Irak, convirtiéndome en especialista en el mundo árabe. Desde 2011 mi vida transcurre entre Siria y Madrid, soy el corresponsal del periódico. ¡Puta mierda de mundo! ¡Sufrimiento, explotación, guerras absurdas, fanatismos por todos los bandos. . . ! —pronuncia con rabia e impotencia.
      —Y no, no me he enamorado, ni me he casado, ni tengo hijos,  que yo sepa. Solo compañías esporádicas, noches de soledad donde buscas refugio, sexo, pura y simplemente —afirma de forma trivial. —¿Y ellas? ¿sintieron lo mismo, sexo y nada más? —inquiero bruscamente. —A ellas no las recuerdo. Necesitaba encontrar la belleza, como una amapola en un campo helado, y absolutamente todo me llevaba hacia ti —pronuncia esas palabras, como si le salieran desde un lugar profundo y desconocido, mientras nuestros ojos se llenan de lágrimas.
     —Nos abrazamos y la sal de nuestras lágrimas,  se funde en un solo llanto. 
     Me lame el rostro, mientras con orgullo me aparta suavemente de sus brazos, diciéndome:
     —Bueno, ¡se acabó la tragedia! Elige, cenamos algo ya, o empiezo a devorarte! ¡Estoy hambriento! —ríe guasón, mientras mordisquea mi hombro.
     Los días han empezado a acortarse y  todavía la  luz de octubre se resiste a desaparecer y se mezcla con la de las farolas, recién abiertas. Es viernes y a fuera,  las mesas de las terrazas de la plaza están llenas.
     —Vale, vale, me has convencido. ¡Yo también estoy hambrienta! Voy al lavabo y pide lo que quieras, sabes lo que me gusta. Y además llevamos aquí sentados más de cuatro horas, vamos a acabar con las reservas de cerveza y de vino blanco y solo hemos comido patatas bravas —digo chisposa, mientras intento levantarme sin desequilibrarme.
      Daniel me mira burlonamente, mientras pone un cigarrillo entre sus labios. —¿Podrás ir sola? ¡jajajaja! ¡Bien! Estoy ahí fuera, me puede el vicio, no tardes, ni te escapes por la ventana.
     Entro en el baño y en ese momento suena la desgarradora y elegante guitarra de Eric Clapton. Súbitamente escucho unas ráfagas o descargas, no identifico demasiado bien, bullicio . . . la música se pierde. Abro la cerradura y escucho ahora el ruido claro de disparos, chillidos, llantos, cristales rotos, gritos en otro idioma, que no sé reconocer. Me asusto, estoy confusa, vuelvo dentro del baño;  acerco mi oído a la puerta, mientras paso el pestillo y entreabro la puerta. Los gritos son en idioma árabe, escucho: “Allahu Akbar! Varias veces seguidas, luego ¡Alá es grande!, repetidamente, estruendo de disparos. Ahora,  silencio. Un silencio atronador.  Me tiembla el cuerpo, voy a vomitar, no sé dónde estoy. ¡Tengo que abrir esta maldita puerta!  
     Salgo al exterior —¡Daniel, Daniel, Daniel!!! Las lágrimas y la ofuscación no me dejan ver bien la escena. Solo veo mesas y sillas destrozadas, cristales rotos, la barra destrozada, ahora sangre en los cristales de las ventanas, de la puerta, en el suelo, ¡en todas partes sangre! Salgo a la calle, desesperada ¡Daniel, Daniel, Daniel! —El estruendo de ambulancias, policía, tumulto, me golpean la cabeza. Veo los bucles de su cabello, alborotadamente hermoso, el cigarrillo en los labios y los ojos grises, verde mar, ahora muy lejanos.   

Ángeles F. Picas

Noviembre 2018. 






LA LLAVE



     Llovía y llovía sin parar, como si siempre hubiera sido así, como si el agua formara parte inseparable de nuestras vidas. Sentada en una sillita de caña, sobre una mesa vieja, vestía y desvestía a mi única muñeca mientras miraba a todos en silencio, sin molestar, para que no me riñeran. Me sentía como una reina sentada en un trono, mientras todo a mí alrededor estaba en peligro, yo estaba allí en lo alto, a salvo de todo.



     Veía sus caras y estaban realmente enfadadas, preocupadas. Mi yaya, mi madre y mis tías trajinaban de arriba abajo, mientras guardaban en lo alto de los armarios y de los altillos: mantas, colchas, ollas; tapaban con plásticos los muebles, la radio, el frigorífico, la cocina, todo lo que estaba al alcance del agua, que había logrado entrar a pesar de los escalones y del pequeño muro de la entrada de la casa. Llevaban la ropa arremangada y botas de lluvia, no paraban de achicar el agua y el barro con todas sus fuerzas.

     De repente, me vi sobre los hombros de un gigante, un hombre alto y fuerte, vestido con traje negro. Desde aquella altura podía ver un río interminable que arrastraba fotografías, dibujos, cartas, lápices, cajas, ropa. . . apreté muy fuerte a mi muñeca y sentí como si trocitos de mi vida desaparecieran. Estaba tan absorta en lo que veía que apenas me daba cuenta donde me llevaba aquel hombre de hombros y pies enormes. Mis recuerdos rescatan esas imágenes y sensaciones guardadas en cajoncitos de la memoria.

     Hace apenas 24 horas recibí una citación judicial que me comunicaba que iba a ejecutarse la expropiación de mi casa. Después de años de aplazamientos, revisiones, citaciones, a todos mis recursos, la última esperanza, el último recurso presentado contra el jurado de la expropiación, ante el Tribunal Superior de Justicia, se había visto frustrada. Solo pedía una resolución más acorde y justa, pero habían resuelto la expropiación forzosa. 
     Los planes y afectaciones urbanísticas no entienden de sentimientos, ni de proyectos de vidas, solo de pragmatismo y transacciones.

     Aún me tiembla el pulso y las lágrimas me turban la mente, cuando me doy cuenta de que aquí acabará la historia de una parte esencial de mi familia y de mí misma.
     Un impulso vital me lleva a coger un avión urgente desde París a Barcelona. Volver a ver la casa de mi primera infancia, reconciliarme con mis recuerdos, necesito rescatar algo, no sé bien qué.
     La casa es ahora solo una visión del pasado, una silueta abatida por el tiempo. Se mantienen en pie a duras penas las cuatro paredes, el tejado y el arco de la entrada. La vegetación ha crecido con furia y las enredaderas han trepado hacia el cielo cubriendo todas las paredes; la preciosa y vieja higuera se mantiene fuerte y llena de grandes y espesas ramas que casi llegan al suelo. Alguien debería podarla.
     Las casas, cuando no son vividas envejecen con pesadumbre, inundadas por la apatía y la desolación.

      Cojo un higo y lo abro como si fuera un regalo sorpresa, el color rojizo y su sabor perfumado y dulce, me han hecho cerrar los ojos, como cuando era niña.
     Desde los hombros del gigante de pies grandes, vi como el agua arrastraba una pequeña carpeta de colores, donde yo guardaba mis pequeños secretos. Me incliné de repente, pensando que podría cogerla, pero el agua la arrastró hasta quien sabe dónde, aún recuerdo como lloré. 
     El hombre me dejó en una portería vecina, donde los escalones eran más altos y el agua no había logrado entrar. Allí estaba como cada día la señora Carmen, una abuelita con delantal, pañuelo y toquilla negra, menuda, con una pequeña verruga en la misma punta de la nariz. Era como la bruja de los cuentos, pero dulce y siempre olía a garbanzos fritos que hacía en el hornillo de carbón. Me dio un cucurucho de periódico lleno de garbanzos y el calor recorrió todo mi cuerpecito. Recuerdo aquel calor como el abrazo más tierno que me dieron nunca. Desde entonces todas las abuelas del mundo me han recordado a ella.

     Luego, me senté en los escalones mientras saboreaba los ricos garbanzos, y de repente vi arremolinado en un tronco mi carpeta de colores. Salté como loca a recogerla y no me importó empaparme hasta los huesos. La señora Carmen me la puso cerca del hornillo y estiramos hoja por hoja, para que no se rompieran.  ¡Mis secretos estaban a salvo!
     Los días de lluvia dieron paso a días de azules intensos. El sol secó el barro y lo endureció, las brevas empezaron a brotar, señal de una primavera incipiente, y las flores de las enredaderas, las campanillas de colores malva y púrpura, abrieron los pétalos como mariposas.
     Me acerco a la higuera y la abrazo, su aroma me lleva a la niña que en cuanto salió el sol, excavó un hueco bajo la higuera, para guardar aquella carpeta de colores, seguramente para que nunca pudiera perderse.
     Ahora sé que es eso lo que quiero rescatar. Escarbo la tierra con ansia hasta que un sonido metálico me advierte que ya he encontrado la caja donde guardé mi carpeta. La tierra seca ha cubierto la tapa y el candado, me cuesta abrirla, rasco la tierra con las llaves y por fin la logró recuperarla.
    
      La abro con solemnidad y miro con nostalgia los secretos que tan celosamente guardaba: dibujos, cuentos, hojas secas, y entre todo ello un sobre dorado. Sé que alguien me lo dio para que lo guardara como un tesoro y me dijo que no lo abriera hasta que no fuera mayor. Le di mi palabra. Creo que ahora, que está aprobada una recalificación del terreno y se construirán una gran promoción de pisos, tan cerca de que todo este lugar desaparezca y cambie para siempre, ha llegado el momento de abrirlo.
     Abro con delicadeza y curiosidad el sobre y en su interior hay una llave de pequeño tamaño, de color pardo rojizo, debe ser cobre, es antigua pero brillante, la cabeza tiene forma octogonal, con unas bonitas filigranas doradas, y en el centro creo que es un elefante, no estoy segura, parece un mandala hinduista. Las muescas están gravadas como con troquel con incrustaciones de minerales. Parece una llave amuleto, como si tuviera un poder especial, y hubiera de abrir un lugar desconocido o mágico.
     La examino una y otra vez, buscando una explicación, esforzándome en rememorar quién me la dio y qué me dijo. La palpo y aprieto, como si con ello fuera a conseguir la respuesta. Recojo todos mis recuerdos y estrecho la carpeta contra el cuerpo, absorbo ese momento, porque sé que es una despedida para siempre. ­­­­
¾¡Ahora lo recuerdo! ¡Ahora! ¡Sí! ¡El hombre que me sacó en hombros de la inundación, él me la dio!
     Entro sin pensarlo en el interior de la casa, y camino con sigilo y emoción contenida en las habitaciones, recorro cada una de las estancias, y los recuerdos se agolpan queriendo buscar su sitio. Lloro y río al mismo tiempo. Entro en la cocina y el aroma a caldo me impregna. Me fijo en una alacena y me emociona ver el mortero de alabastro donde vi tantas veces a mi yaya picar   sofritos, ajo aceite . . . Recuerdo que no se lo dejaba tocar a nadie, lo teníamos prohibido. Ella lo limpiaba después de utilizarlo y lo tapaba con el “mocador de fer farcells”, igual como en este momento.
     
     Un presentimiento repentino me lleva a levantar el pañuelo, detrás del mortero descubro una caja e introduzco la llave en el pequeño cerrojo.  En el interior encuentro un papel amarillento, doblado cuidadosamente. Lo desplego y lo aliso, está escrito con una letra elegante y clara, leo en voz alta: “1 de mayo de 1939. Hace un mes que ha finalizado oficialmente la guerra. El hambre y el miedo recorren las calles. Las represalias de los vencedores han sido inmediatas. 

     "Como dueño de esta propiedad, quiero dejar testimonio escrito, que en el patio de esta casa,  en el barrio de la Sagrera de Barcelona, se haya una galería excavada a unos diez metros bajo tierra,  que tiene su inicio a tres metros de la higuera en dirección a la puerta de salida de la casa, con una extensión aproximada de unos 100 metros. Durante los años de la guerra ha sido utilizado como refugio. En él hay enterrados fusiles del ejército republicano y documentos referidos a datos de combatientes y a las unidades en las que fueron encuadrados; cartas, diarios, de muchas personas que se vieron precipitadamente abocados al exilio, todo ello será imprescindible para contribuir en un futuro a la reconstrucción real de nuestra historia."
     Sigo leyendo “No sé cual será mi destino, presiento que me queda poco tiempo, y quiero pedir que la persona que en un futuro lea este testimonio, impida por todos los medios que todo esto se destruya, que conserve esta casa y su refugio de guerra. Debe permanecer para siempre en la memoria de nuestros descendientes”. Creo leer en la firma: Manolo. CNT-FAI.
    
     Leo esta líneas totalmente absorta  ¾¿quién es ese hombre? ¿quién es? ¾me preguntó fascinada por la historia. Sigo leyendo en otra página . . .     “Vuelvo a escribir en este documento. Después de dejar este testimonio me detuvieron y he pasado 30 años en la cárcel. Estamos en 1966, pero seguiré sin desvelar la existencia del refugio que los fascistas no lograron detectar. No puedo ponerlo en riesgo. Pronto moriré, un cáncer de pulmón me ha destruido y debo asegurarme qué el futuro de este lugar permanezca en buenas manos. Hoy daré la llave a mi pequeña sobrina para que la entierre con la carpeta de sus secretos, para que nadie la descubra. Tengo la seguridad de que en el momento preciso, saldrá a la luz la existencia de este lugar.
      
    En un sobre encuentro 2 fotografías, en una reconozco a mi yaya y en sus brazos la que posiblemente sea mi madre de pequeña. ¾¡Qué guapas! ¾exclamó con dulzura.
La otra, es de un hombre vestido de soldado, lleva un gorro rojo y negro, con una insignia de la CNT. Es muy alto, delgado y fuerte. La miro con detenimiento y creo reconocer al hombre que me sacó en hombros de la inundación, aquel gigante de hombros y pies grandes.

     No puedo contener las lágrimas, mis manos tiemblan, necesito respirar.  Abro una de las ventanas y aspiro el aire exterior. La enredadera de campanillas malvas que cubren las paredes y las ventanas de la casa, me acarician la piel.
     Estrecho la carta y las fotografías en mi pecho. Esta era mi herencia, un legado de memoria. Lucharé por ello con todas mis fuerzas.  Ahora sé, porqué tuve el fuerte impulso de venir antes de que la expropiaran definitivamente.

Ángeles F. Picas

Febrero 2019.